martes, 21 de octubre de 2008

UN CUENTO ALEMÁN de Alejandro Tantanián

UN CUENTO ALEMÁN
de Alejandro Tantanian


“El hombre es un dios cuando sueña
y un mendigo cuando reflexiona.”

“Las olas del corazón
no estallarían en tan bellas espumas
ni se convertirían en espíritu,
si no chocaran con el destino,
esa vieja roca muda.”

FRIEDRICH HÖLDERLIN



UN CUENTO ALEMÁN
de Alejandro Tantanian
se estrenó el 12 de Abril de 1997
en la sala Callejón
(Buenos Aires).

Narrador 1: Javier Lorenzo
Narrador 2: Rubén Szuchmacher [1]

Asistencia de dirección: Ángeles Salvador
Fotografías: Magdalena Viggiani
Prensa: Tommy Pashkus, Daniel Colombo
Operador de luces. Mariano Dobrysz
Realización de vestuario: Carmen Montecalvo
Realización escenográfica: Eugenio Gallina, Francisco Caciullo, Carlos Acosta.

Voz en off: Rubén Szuchmacher
Diseño de movimiento: Alejandra Alzaibar
Banda de sonido: Edgardo Rudnitzky
Violín solista: Javier Casalla
Diseño de iluminación: Alejandro Le Roux
Diseño de vestuario: Oria Puppo
Diseño de escenografía: Alicia Leloutre

Dirección: Alejandro Tantanian



Un cuento alemán
Primera mención
del Concurso de Dramaturgia
del Fondo Nacional de las Artes
(1997).

Un cuento alemán
fue escrita gracias a la Beca para Perfeccionamiento en Dramaturgia,
otorgada por la Fundación Antorchas.

La puesta en escena de
Un cuento alemán
se realizó en coproducción con el Teatro General San Martín
y contó con un auspicio, mediante un subsidio, del Fondo Nacional de las Artes.
Algunos datos


Friedrich Hölderlin nace en 1770.
Durante su rígida formación religiosa en el Seminario de Tübingen, que comparte con Hegel y Sche­lling, bebe, con sed insaciable, en la cultura griega.
Su obra se precipita desde las formas apolíneas al abismo dionisíaco.
Prefigura, anuncia a Nietzsche.
Abandona su carrera religiosa y se dedica a ser preceptor en casas de familias acomodadas.
En uno de sus empleos, conocerá a Susette Gontard, señora de la casa, a quien transformará, en un no velado homenaje a Platón, en Diótima. A ella irán dedicados su amor, varios de sus himnos y su novela epistolar: Hiperión. Aquel vínculo no prosperará.
Hace amistad con Schiller. Es rechazado por Goethe. Se lo expulsa de los cenáculos literarios.
Busca, pese a todo, un sonido oculto en la naturaleza. Pre­tende habitar el silencio. Intenta hacer es­tallar los sonidos de la creación.
Susette Gontard muere en 1802. Él no resistirá aquella au­sencia.
Alrededor de 1806 se interna para siempre en la habitación cerrada de una torre. Bajo el manto de la locura vive aislado la exacta mitad de sus días.
Muere en 1843.
Sabiéndose ignorado por sus contemporáneos, espera, con ferocidad, ser descubierto.
Serán muchos los exégetas. Varias generaciones cantarán sus himnos, habitarán junto a él el silencio ence­rrado en las palabras.



Wilhelm Waiblinger nace en 1804.
Es poeta. Decide conocer al hombre encerrado en la torre: Friedrich Hölderlin.
Sabe de su locura. Admira su obra.
Waiblinger idea la escritura de una novela a la que llamará Faetón.
En ella, en abierta alusión al mito, hablará de un ser que, por querer aproximarse demasiado a los dio­ses, pierde su propia vida. Waiblinger ve en Hölderlin un correlato de ese mito.
Mediante aquellas visitas a Hölderlin, intentará capturar la esencia del poeta para transmutarla en parte de su propia obra.
Toma, entonces, apuntes de sus encuentros con “el poeta de la torre”.
La posteridad olvidará su obra.
Será recordado por siempre a través de aquellas tímidas notas: único testimonio de la fase oscura del gran poeta ale­mán.
Muere en 1830.
Hölderlin, en un gesto irónico, lo sobrevive 13 años.



Un escenario del siglo XIX.
-1830-
En Alemania.
El telón es bordó y está raído.
La embocadura es ancha.
La sala está repleta y las velas vomitan sombras en las paredes manchadas por el humo y la humedad.

Se alza el telón, con forzosa lentitud.

ACTO I

Ruidos.
Silencio en la sala, murmullos que se apagan.

Abrasado por la luz de las candilejas, envuelto en sombras, está allí, en el centro de la escena WILHELM WAIBLINGER: un hombre joven, de 26 años, vestido de rigu­roso blanco.
Lleva el rostro sobrecargado de maquillaje.
Sonríe.
Una vez levantado el telón y tras una breve pausa, WAIBLINGER traza con su mano izquierda un reco­rrido en el aire, un semicírculo: algo que se eleva para caer.

Esta es la historia de Faetón, hijo del Sol.
Faetón discute violentamente con Épafo. Éste último, harto de su con­tendiente le dice: “Crees cuanto tu madre te asegura acerca de tu nacimiento; presu­mes vana­mente, ya que presumes por quien nunca fue tu padre.” Faetón, enfurecido por tal injuria, fue a referir a la autora de sus días, Clymene, el ultraje recibido de Épafo, con estas frases trémulas: “¡Cuánto he sufrido, madre, por no contestar ofensa tal ante la duda! ¡Díme si dijo Épafo la verdad! ¡Díme quién fue mi progenitor!” Abrazado a Clymene le rogó mil veces le diera las señas precisas de aquel a quien debía la vida. Apiadada del ruego, elevando la vista y los brazos hacia el Sol, ex­clamó: “Yo te juro, hijo mío, por esta lumbre que nos hace ver, por ese mismo dios que entiende mi ju­ramento, que eres hijo de ese mismo astro que ves y que anima a todo el Universo. Que yo me ciegue si te miento. Que un rayo me fulmine si juro en falso. Pero si aún dudas... ya sabes el camino de la verdad. Parte y aprende tú mismo la razón de tu origen.” A estas palabras solemnes, Faetón, enajenado de ale­gría, creyéndose trans­portado al alto Cielo, atravesó la tierra entera y llegó hasta el verdadero Oriente, donde su padre, el Sol, reinaba...

Un pesado telón se precipita desde lo alto.
(Un río, una empalizada que lo bordea, pequeñas casas y al fondo, coronando la es­tampa, una torre de madera, redonda: la torre de la casa Zimmer.)

WAIBLINGER: Este es el lugar de la acción. Un pueblo de Alemania. Un bello y tranquilo pueblo de Alemania. Un río bordea el pueblo. Allí una torre. Y en la torre habita un hombre. Su nombre es Frie­drich. Friedrich Höl­derlin. Hace ya algunos años que vive en esta pe­queña porción del mundo.

Sonido a puerta que se cierra.

Aquella mañana el sol se demoraba en salir. Waiblinger había decidido aquella visita hacía ya algu­nos meses.
Debía escribir su Faetón. Y su obra hablaría de un hombre al borde del abismo.
La puerta se cerró con estruendo.
Sus ojos se enfrentaron al camino.

Mira a izquierda y derecha.

Aquella mañana de julio Waiblinger gol­pea a la puerta de la casa Zimmer.
Fue el mismo Zimmer quien abrió la puerta y pre­guntó por qué había llegado hasta allí.
“Para ver a Friedrich Hölderlin”, dijo Wai­blinger.
“¿Ver al señor Hölderlin? Es raro - dijo Zimmer - nadie pregunta por él, nadie pre­guntó por él du­rante todos estos años.”
Y le señaló el camino hacia la torre: una eterna escalera. Espiral.


An jenem Julimorgen klopft Waiblinger an die Tür des Hauses Zimmer.
Es war Zimmer selbst, welcher ihm die Tür öffnete und ihn fragte, weshalb er bis hierher gekommen war.
“Um Friedrich Hölderlin zu sehen”, sagte Wai­blinger.
“Um Herrn Hölderlin zu sehen? Das ist seltsam”, sagte Zimmer, “niemand fragt nach ihm, niemand fragte nach ihm wäh­rend der letzten Jahre.”
Und er zeigte ihm den Weg sum Turm: eine ewige Treppe. Spiralförmig.

Cae otro telón sobre el anterior.
(Una gran puerta de madera.)
Desde bambalinas se oyen golpes de nudillos sobre puerta de madera.

Se abre la puerta y en el centro de la habitación hay una figura encogida.

El aire estaba viciado.
La única ventana, redonda, estaba cerrada. Hölderlin estaba allí. De espaldas a la puerta. La cara aplas­tada contra el vidrio. Su brazo derecho descansaba al costado del cuerpo, laxo. El izquierdo estaba en tensión, los dedos golpeando el vidrio. Un ritmo extraño. Los cabellos largos y grasientos. De su mano derecha se aferraba una partitura.
Giró.
Y Waiblinger vio la cara del poeta.
Hölderlin se inclinó en una reverencia.

Pausa larga
De su boca se desprende un hilo de sangre espesa que se demora en sus ropas.
.
Yo vi su espalda, el agujero en la chaqueta, la camisa sucia debajo de la chaqueta, la camisa sucia aso­mando por el agujero en la chaqueta, el abismo.
No pude dejar de gritar su nombre
- Hölderlin. -
y pedirle que desarmara aquella humillante posi­ción, que yo no era merecedor de esa reverencia, que observara mi cara de frente. No dejó que termi­nara de decir su nom­bre y ya su cuerpo estallaba en un acceso de odio. La sangre había subido hasta su rostro. Los ojos se arrancaban de aquel lienzo oscuro que era su cara. No sé quién es ese hombre que nombra, gritó, no conozco a nadie que se llame así. No conozco a ningún ser bajo este cielo que lleve ese nom­bre.

Pausa.

Mi nombre es Wilhelm Waiblinger. Soy poeta. Llegué a este mundo hace 26 años.
Allí, frente a Hölderlin, mi boca se llenó de sangre.

Pausa.

EXCELENTÍSIMO WAIBLINGER. LA SANGRE DE SU CUERPO SE DERRAMA. TAMAÑA MUESTRA DE ADMIRACIÓN NO HABÍAN PRE­SENCIADO MIS OJOS. UN BELLO SACRIFICIO. QUI­ZÁS SU CUERPO ESTÉ RECHAZANDO LOS CADÁVERES DE TODOS AQUELLOS HOMBRES QUE DEVORÓ. Yo no soy mere­cedor de tan prolongada reverencia. Le­vántese, señor Scar­danelli.

Se hacía llamar Scar­danelli.
Había renunciado a su nombre.

Esta sangre me sorprende tanto a mí como a usted. A MÍ NO ME SORPRENDE SU SANGRE, DIGNÍSIMO WAIBLIN­GER. EN CUANTO A LA REVERENCIA NO ESTÉ USTED TAN SEGURO. TAL VEZ NO SEA MERECEDOR DE ELLA AHORA. PERO CON SEGURIDAD LA MERECERÁ EN EL FUTURO. TÓMELO COMO UN ADELANTO. ¿A QUÉ DEBO EL HONOR DE SU VISITA, POETA WAIBLINGER? Sólo quería co­nocerlo. OH, CLARO, CURIOSIDAD, LA BELLA CURIOSIDAD. No sólo curiosidad, señor. ¿QUÉ MÁS ENTON­CES? Admiración. ¿ADMIRACIÓN? ESO NO ES POSI­BLE. SCARDANELLI TIENE POCO TIEMPO DE VIDA. SCARDANELLI NO PUEDE DESPERTAR ADMIRACIÓN. SCARDANELLI AMA EL SILENCIO. Pero. Us­ted ha escrito otras cosas. ¿PERDÓN? Digo que usted ha es­crito otras cosas. An­tes... an­tes de ser... Scardanelli. YO SOY SCARDANELLI. NO PUDE HABER SIDO NADA AN­TES. ¿CONOCE USTED A MI MADRE? No tengo ese honor. TAL VEZ SE HAYA DEVORADO EL CUERPO DE MI MADRE. HACE TIEMPO QUE NO RE­CIBO NOTICIAS DE ELLA. QUIZÁS SEA USTED QUIEN LAS TRAIGA. USTED SE DEVORÓ EL CUERPO. RECONOZCO ESA SAN­GRE, NADÉ EN ELLA. ESTUVE DENTRO DE ESE CUERPO.

Pausa.

Y Hölderlin se dirigió al piano con la partitura que seguía pendiendo de su mano de­recha.

Cae otro pesado telón sobre el anterior.
(Un piano.)

Waiblinger no puede creer lo que está oyendo.
Hölderlin violenta su cuerpo hasta el límite de la sangre, hasta el límite de la enfer­medad.
Aquella melodía.
De pronto un sonido hueco.
Madera.
La cuerda que pulsa aquella tecla no existe.
Hölderlin detiene la eje­cución.

Waiblinger pre­gunta.

¿Por qué se detuvo, maestro Scardanelli? NO ME DETUVE, EXCELENTÍSIMO POETA. TERMINÉ. UN HOMBRE QUE SABE DEVO­RARSE CUER­POS ENTEROS NO PUEDE DEJAR DE CONOCER EL FINAL DE UNA SIMPLE MELODÍA. Eso de los cuerpos no es cierto. Es fruto de su imaginación aluci... SIGA. SIGA. IMAGINACIÓN ALUCINADA. No quise decir eso. PERO LO DIJO. Y ACABA DE VOMITAR OTRO CUERPO. Es sangre.

Pasa un dedo sobre mi cara y hunde el dedo en su boca.

NO, NO ES MI MADRE. ¿CONOCE USTED A SUSETTE? No. PERO OYÓ HABLAR DE ELLA. Eso sí.

Tal vez deba contarles, gentiles espectadores, quién es Susette.

Cae otro telón.
(En blanco.)

Susette Gontard, esposa de un hombre de negocios de Tubinga. La mujer que Höl­derlin transformó en Diótima. Diótima: la imagen del amor, según Platón. Hölderlin bebía en las fuentes griegas. Aquel viejo líquido alimentaba su sangre. Por eso la mujer de su vida debía ser rebautizada. Debía, entonces, lla­marse Diótima. Para compararse él a la grandeza de Platón, su amada debía llevar ese nombre. Y así fue que Susette Gontard respondió al amor de Platón. Y Hölderlin amaba a Dió­tima. A espaldas del ban­quero Gontard. Tras las cortinas. Por debajo de las cenas, en la mesa familiar. Hölderlin había sido em­pleado en la casa Gontard como precep­tor de los hijos del matrimonio. La formación de los niños ayuda al poeta a acercarse a su amada. Aquel amor acerca a Hölderlin a la locura.

Saca de uno de los bolsillos de su blanca chaqueta un papel cuidadosamente doblado.
Amarillo.
Ajado.
Recorrido con las manos y la vista hasta el cansancio, hasta la disolución de las palabras allí cifradas.
Lo despliega.
Posa su vista en él.

Estimado Hölderlin:
Tal vez sea muy tarde cuando lea Usted estas líneas. Quizás el tiempo haya jugado a nuestro favor. No lo sé. Sólo sé que me ha tocado en suerte la terrible tarea de comunicarle una ausencia. Las palabras faltan a mi pluma. Quisiera poder expresarme con mayor soltura. No desearía ser cruel.
Susette ha partido.
De noche.
La halló su esposo, allí, sobre la alfombra pequeña de la sala grande. Su cuerpo tendido, las manos aferrando los cabellos y un gesto calmo im­preso en el rostro. Pero su alma ocultaba el verdadero dolor. Dolor que sólo Dios y Usted, querido Hölderlin, conocieron.
No hubo, como podrá imaginar, última voluntad.
Es por esto que me tomo el atrevimiento de hablar por su amada Susette, y pedirle se presente cuanto antes a la mansión Gontard para des­pedir (aunque sea de incógnito) los restos de su Diótima.

Cae el telón sobre el cuerpo de WAIBLINGER.


ACTO II

Desde que Faetón llegó al palacio de su padre quiso acercarse a él. Estaba el dios cubierto con un manto de púrpura y sentado en un trono de brillantes esmeraldas; tenía a sus lados los Días, los Me­ses, los Años, los Siglos y las Horas. El Sol, en el centro de esta Corte, abría sus ojos omnipresentes, y viendo al atónito Faetón le ha­bló así: “ ¿Cuál es el objeto de tu viaje? ¿Te ha hecho venir hasta mí la pretensión de que yo te reconozca como hijo?” “ ¡Oh, dios de la luz!- respondió Faetón-, ¡Oh, padre mío! Si realmente lo eres, permíteme un signo que me valga para demostrar a todos que soy tu hijo! ¡Alíviame de la duda que me aflige!” Oídos estos lamentos, el Sol, despoján­dose de su gloria, le mandó acercarse y le abrazó paternalmente. “ Sí, tú eres mi hijo -respondióle.- Clymene fue poseída por mí. No puedo negarte lo que me pides. Te juraré la verdad por ese lago por el que los dioses ju­ran.” Faetón, conven­cido, pide el gobierno del carro del Sol, para, tal vez, un día, gobernar el Uni­verso. “¡Ah, hijo mío! -le reprocha el Sol- ¡Creo que me pides de­masiado! ¡Ojalá me pudiera desde­cir! Pretendes endiosarte... Los dioses consiguen todo aquello que pretenden. Pero... únicamente yo puedo conducir el carro de fuego que ilumina el Mundo. Al principio el camino es muy escarpado y mis corceles aún pueden ser contenidos. Al fin de la carrera, cuesta abajo, ¡cuánta experiencia se pre­cisa para frenarlos sin que se desboquen! La Tierra, que me recibe, nunca pierde el temor de que un día, en vez de acostarme lentamente, me precipite. No has de olvi­dar que el Cielo gira y que arras­tra a las estrellas en su revolución, ¡y que yo señalo mi curso en dirección opuesta! ¿Crees que he de confiarte mi carro un momento si­quiera? Para conducir mis caballos fogosos y encabritados, que van echando fuego por la boca, se necesi­tan, hijo mío, fuerza y habilidad que úni­camente yo poseo. Pero... me pides una prueba para que demuestre que soy tu padre. Todo, todo lo del mundo podría darte... ¡y me pides lo que me está vedado concederte! Faetón: re­cuerda, tu pedido será tu ruina. Pero juré por la laguna Estigia y para no ser perjuro he de supeditarme a tu exigen­cia.”

El rostro de WAIBLINGER está despintado.
El maquillaje corrido por el dolor y el sudor transforma su cara en una paleta furiosa.
Los ojos vueltos hacia adentro.
Inspeccionando las vísceras.

WAIBLINGER: Hölderlin recibió esa carta.
La carta que lo condujo al encierro, la carta que lo arrastró hasta la armadura, feroz. La carta de la diso­lución del cuerpo.
La carta bajo sus ropas narra toda la historia.
La sangre.
La boca llena de sangre narra también toda la historia.
Recibió esa carta hace ya muchos años.

Pausa.

Se sentó en una silla, de madera opaca, bañado por la luz de la tarde y abrió el so­bre.
Leyó.
Pesó cada palabra en el paladar.

Pausa larga.

Puedo imaginar los lentos movimientos de Hölderlin tras la lectura de la carta. Las manos doblando el papel. Con extrema lentitud. La vista posada en la pared contra­ria, la vista sólo posada, sus ojos miran hacia adentro, se hunden en la espesura del cuerpo, desandan el camino de las vísceras y ascienden hasta el laberinto del cere­bro. Deciden desarmar algunas puertas, quebrar las paredes del laberinto, allanar el camino, dar aire. Aliviar. Imagino los ojos vueltos hacia adentro en el dolor del final y decidiendo una operación definitiva. Los ojos de Hölderlin rompen, destrozan, arran­can, sacan de cuajo, violan las pare­des del cerebro. Hacen de esa masa dolorida un único sendero. Y se interna en su cuerpo. Desentraña los dolores del cuerpo y los nombra. Se hunden sus ojos en la conciencia del nombre y se rebautiza. Hölder­lin ha muerto, nace allí Scardanelli. Hölderlin da a luz en aquel sótano, las manos apre­sando el tibio testimonio de la muerte del Día: la carta.
Y la hunde en el bolsillo interno de la chaqueta para siempre.

Se palpa el bolsillo interno de su chaqueta.

Se levantó de la silla, enfrentó la tarde y dijo iré al entierro, ella me espera, antes que la tierra debo yo besar sus labios, dijo.
Abrió la puerta y caminó sin descanso.
Seis meses.

Pausa.

El camino bordeaba la línea del horizonte, se hundía en la noche.
Un camino hacia el sueño.
El cuerpo de la amada descansando lejos, fuera de allí, del otro lado de la luz.
Hölderlin deja crecer sus cabellos, sus uñas; la tierra se deposita entre los pliegues de la carne, la sangre se aglomera en la mirada.
Seis meses de dolor disuelven el cuerpo, así, son tiempos finales.

Pausa.

Frente a la casa Gontard, frente a la boca abierta de la sirvienta horrorizada dice Höl­derlin son tiempos finales, gentil señora, y por eso vengo a rescatar a la única per­sona que puede descansar sobre mi cuerpo, usted sabe a quién me refiero, y mira a la sirvienta, mira los ojos de la sirvienta y dice yo soy aquel que amó a la señora de esta casa, ella me enseñó una verdad, leve, como la respiración de los dio­ses, la verdad de los labios buscando otros labios y son tiempos finales, dice sobre el rostro en tensión de aquella pobre mujer, llame a la señora y dígale, Honorable Excelencia, que tenga a bien presentarse a esta puerta, frente a mi humilde persona que yo sa­bré tomarla entre mis brazos y conducirla hasta el lecho donde descansará, dice, por siempre, junto a mí, dijo. La sirvienta dijo entonces: la señora Susette ha muerto, se­ñor, hace seis meses.
Y él baja la cabeza, así, lentamente.
Y calla.
Un largo silencio se apodera de la casa.
Es el silencio de Hölderlin.
Y de alguna extraña manera el tiempo se detiene.

Largo silencio.

La cabeza baja, el mentón casi sobre el pecho, el viento sobre los cabellos inmóviles de barro. Luego levanta los ojos del piso y los cierra, se deja acariciar por el per­fume que sale de la casa.
Hölderlin abre los ojos y los hunde más allá de aquella mujer, más allá de aquella puerta y dice suave­mente: Diótima, querida Diótima, ése era el nombre que él supo darle en las cartas, el nombre de papel, decía ella, Diótima dice, tal vez puedas oírme, quizás me confunda en tu nombre por siempre, me di­suelva sin pausa entre las letras de tu nombre, digo, dice él, Diótima. Ya es tarde, ha caído la sombra sobre el día y ahora reinará el sueño, para siempre. Pongo fin a este camino, aquí, delante de esta puerta, frente a esta Excelentísima Dama, yo decido perderme en un labe­rinto de madera, Diótima amada, eres aire hoy y yo seré aquello que acaricies, una ventana sobre las aguas del río, unas pocas palabras sobre unos pocos papeles, melodías sobre un piano, un lugar en el silencio y esta carne que se disuelve, se duerme, amada Dió­tima. Llegué tarde, dice, no pude besar tus labios que ahora be­san la tierra, sólo resta decir gracias, Dignísima Dama, hacer esta profunda reve­ren­cia, dice e inclina su cuerpo así, y dar la espalda a esta puerta, a este jardín, a esta calle, dice.
Dar la espalda, dice.
Y se dirige a la casa del carpintero, a orillas del río y pide un cuarto para toda la eter­nidad.

Le habla a alguien: un ausente.

¿Cómo me veo?

Silencio.

Si no va a responder le pido, entonces, me alcance un espejo.

Silencio.

Quiero ver mi cara.

Su voz se quiebra.

Quiero que alguien me mire, aunque ese alguien sea yo mismo, quiero ver mi imagen reflejada en el espejo. Necesito verme, tengo miedo de desapa­recer.
Yo no quiero morir.
¿Lo ve? ¿Lo está viendo? Esto que ve es sangre y es real.
Es mía. Mía. Es la sangre mía. Mi sangre. Esta sangre que se escapa de la boca llena de sangre es la sangre de mi cuerpo.
¿No siente lástima por mí?
¿Puede ir hasta la torre Zimmer?
¿Puede avisarle a Hölderlin que Wai­blinger está muy enfermo?
No es lejos de aquí.
No pronuncie su apellido. Puede volverse un animal salvaje. Y si se inclina en pro­funda reverencia ante usted.
Si hace así con su cuerpo

Intenta cerrar su cuerpo en una reverencia.

Ni siquiera una reverencia puedo hacer.
El viejo Waiblinger. El poeta de la poesía no escrita.

Pausa.

La muerte debe ser así.

Vomita sangre.

¿Qué le parece esto? Es sangre.
Vaya y dígale a Hölderlin que venga.
Que yo lo necesito.
Un poeta loco y otro poeta enfermo de muerte.
¿A que no adivina cuál de los dos soy?
El loco o el moribundo.
Dos personajes patéticos vomitados en un escenario.

Pausa.

Este es el lugar de la acción. Un pueblo de Alemania. Un bello y tranquilo pueblo de Alemania. Un río bordea el pueblo...

Somos una manada de bestias entregada a la matanza. Animales desesperados buscando un arma que nos frene. Un tiro en medio de los ojos para caer de lado y descansar, de una buena vez. Hölderlin sabe lo que se encierra en el futuro. Bienve­nido sea el Horror.

Scardanelli, tal vez esto sea lo último que le diga. DEBE USTED SER MÁS VALIENTE, LA VIDA LO HA PREMIADO CON MUCHAS BELLAS COSAS. Creo que usted se equivoca. Nada en este mundo me ha satisfecho. USTED LO HA DICHO. LA OSCURIDAD GOBIERNA EL MUNDO. DESDE QUE FAETÓN SE ESTRELLÓ CON SU CARRO. SU PADRE, EL SOL, HA RENUNCIADO A SER SOL. Faetón. SÍ, FAETÓN. SU OBRA. ¿Cómo lo sabe? ¿CÓMO SÉ QUÉ? Eso, que mi obra trata de Faetón. PARA ESO HA VENIDO HASTA MÍ, PARA ESCRIBIR SU OBRA. LO QUE NO SÉ ES SI ESTARÉ A LA ALTURA DE SU HÉROE. TRANSFORMARME EN UN PERSONAJE MITOLÓGICO SERÁ UNA TAREA MUY DIFÍCIL. EN CUANTO A ESOS CUERPOS... QUIZÁS YO SEA SU PRÓXIMA VÍCTIMA. UTILI­ZARME COMO MODELO DE SU OBRA ES UN ACTO PARECIDO A LA ANTROPOFAGIA, ¿NO LO CREE ASÍ? No. No lo creo así, se­ñor Scardanelli. CUESTIÓN DE CRITERIOS. ¿PUEDO PEDIRLE ALGO? Usted dirá. QUIERO QUE CUENTE MI HISTORIA. Es lo que intentaré hacer con mi Faetón. RENUNCIE A SU FAETÓN. SÓLO NARRE MI HISTORIA. OLVÍDESE DEL CARRO DEL SOL, DE CLYMENE, DE ÉPAFO, DEL POBRE FAETÓN. OLVÍDELOS. DÉ­JE­LOS DESCANSAR EN PAZ, ELLOS YA FUERON NARRA­DOS. USTED VINO A MI PARA DEVORARME. HÁGALO DE UNA VEZ Y VÁYASE. VOMITE LUEGO MI CUERPO. ¿De qué habla? SI NO COMPRENDE AHORA, YA LO HARÁ MÁS ADELANTE.

Un silencio profundo se apodera de WAIBLINGER.
Prolongado.
El tiempo suficiente para generar una violenta tensión.

El telón se precipita sobre aquel cuerpo demorado.


ACTO III

Sobre el escenario vacío: WAIBLINGER.
Una expresión sin luz en la cara.
Las ropas manchadas.
Manchado el sillón.
Manchas en el piso.
Sangre.
Allí, espera.
Un hilo de saliva se desprende por la comisura derecha.
Cae sobre la falda.
Vuelve su vista al público.

WAIBLINGER: ¿Hay alguien ahí?
Soy Wilhelm Waiblinger, el poeta.
Ustedes me conocen.
Algo se parte en mi pecho.
Un sonido hueco.
¿No habrá nadie que me abrace?

“Faetón: re­cuerda, tu pedido será tu ruina.”
Tras estas palabras dio el Sol algunos consejos a su hijo, entrególe las riendas del carro y Faetón, entonces, partió.
Se hizo desenfrenada su carrera, y pronto debieron advertir los potros que el brazo que les guiaba no era el del poderoso Apolo, porque dejando el camino cotidiano se lanzaron por sendas desconocidas; despavorido, Faetón, no lograba enderezar el rumbo. No suelta ni estira las riendas. No sabe el nom­bre de ningún milagro celeste de los que contempla admirado. Se aproxima a la Tierra... Los montes se vuelven cenizas. Los picos más altos se incendian: antorchas descomunales. De esta aven­tura fogosa dicen que le quedó a Etiopía su tono moreno y a Libia su tierra yerma. Se retiraba el Nilo a los extremos del mundo. Huían los peces y los monstruos marinos a lo más profundo. Empezó a con­moverse el planeta terrestre. “Oh, padre de los dioses - clamó el mundo habitado -. Si es cierto que me miráis con placer, ¿por qué me lan­záis vuestra ira? Si he de morir por fuego, que yo sepa que el fuego me llega de vuestra mano y ello me servirá de consuelo. Advierte mi cabellera ardiente, mis ojos ahumados y ciegos para no veros... Quisiera merecer este castigo para no pensar en vuestra injusticia. Verás ardiendo mis dos polos y al pobre Atlas no pudiendo soste­ner ya la candente esfera sobre sus hombros.”

¿Hay alguien ahí?

Sonríe.

Soy Wilhelm Waiblinger, el poeta.
Ustedes me conocen.
Algo se parte en mi pecho.
Un sonido hueco.
¿No habrá nadie que me abrace?
Mi cuerpo es joven.
La espalda entregada a la mano amante,
el labio derramado, un leve temblor en el cuerpo
soy
el hombre deseante
la cabeza sobre las faldas
los dedos entre los cabellos como remos en el agua.
Amo aquel cuerpo.

Se refiere a Hölderlin.

Con violencia.
Hölderlin encarna secretamente a mi Diótima.
Mi Faetón.

Habla de su obra, la que nunca concluyó.

Y ahora caigo, sin descanso.
Sin Faetón.
¿Hay alguien ahí?

Un asistente aparece por izquierda. Se acerca a WAIBLINGER.

¿Puede darme ese cuchillo?
No me mire así. Sé lo que pido. Sólo obedezca.
Déme ese cuchillo.

El asistente entrega el cuchillo.

Soy ahora algo más que un pobre poeta enfermo.
Dése vuelta. Sí, usted. Quiero ver su espalda.

El asistente gira.

Así.
Su chaqueta. Es negra.
¿Podría agacharse? Siempre de espaldas.
Así.

WAIBLINGER eleva el cuchillo en el aire.
No vemos el cuchillo.
No sabemos lo que el filo deshace.

Ya está.
No es igual.
Ahora míreme.
Eso es.
Agáchese.
Como si hiciera una reverencia.
Así.
No es igual.
Incline más la espalda para que yo pueda verle el agu­jero en la chaqueta.

El asistente responde a las órdenes de WAIBLINGER.

Más.
Flexione las rodillas.
Así.
Su camisa es marrón, lleva una camisa marrón bajo la cha­queta negra, no es blanca.
¿No era blanca su camisa?
Yo vi una camisa blanca.

WAIBLINGER solloza.

Nunca podrá ser igual.
Nunca ese agujero en la chaqueta será el abismo en donde caí.
Hölderlin.

Y dice el nombre del poeta.

¿Hay alguien ahí?
Allí, dentro del cuerpo inclinado.
No merezco reverencia tan prolongada. Levántese Hölderlin.

Y repite el nombre del poeta.

Usted no es el poeta.
Él no hubiera soportado el decir de su nombre.

El asistente no puede esconder su asombro.

Un grito feroz hubiera desgarrado el silencio.

El asistente, obedeciendo, grita violentamente.
Y desarma la reverencia.
Su rostro está inflamado en sangre.

Maestro Scardanelli.
Abandonar el retiro de la torre Zimmer para visitar este cuerpo enfermo.
No debería haberse molestado.
De igual manera le agradezco la visita.
USTED SE HA DEVORADO LOS CUERPOS, QUERIDO WAIBLINGER, Y ÉSA ES LA PRUEBA A MI VER­DAD. Yo debo escribir mi Faetón. SU FAETÓN: SÓLO UN FRAGMENTO EN SU CABEZA. USTED, QUERIDO WAIBLINGER, ESCRIBIRÁ LAS PALABRAS QUE LO LLE­VARÁN A LA ETERNIDAD. Entonces, Scardanelli, recorda­rán mis versos. SUS PALABRAS HABLARÁN DE UN POETA AISLADO EN UNA TORRE. YO SERÉ EL POETA CIFRADO EN SUS PALABRAS, DULCE WAIBLINGER. ¿COMPRENDE AHORA EL POR QUÉ DE MI REVERENCIA? UN ADELANTO PARA SU POSTERIDAD. SERÁ USTED RECORDADO POR SIEMPRE, DIGNÍSIMO POETA: SÓLO DEBE NARRAR MI HISTORIA. Pero... yo debo escribir mi Faetón. FAETÓN HA CAÍDO SOBRE LA TIERRA Y HA DE­VUELTO LA NOCHE AL DÍA. CAMINAMOS, QUERIDO WAIBLINGER, POR LA LÍ­NEA DEL HORIZONTE Y CAEMOS DEL LADO DE LA SOMBRA.

WAIBLINGER se abre la camisa.

La mano sobre esta piel suave.
No supe, no sé lo que un cuerpo siente al roce de otro cuerpo.
Este cuerpo mío, furioso, se disuelve entre las aguas del río, se va.

Cierra sus ojos.

Mi pecho bajo la mano. La piel.

Acaricia su mano su pecho.

Así. El placer desatado.
El misterio develado.

Sigue acariciando su piel.
Abre los ojos.

Sobre el río los cuerpos amados.
Cuando los pálidos cuerpos se pudran en el agua
Dios comenzará lentamente a olvidarlos:
primero sus caras
luego sus manos
y sólo al final sus cabellos
luego serán carroña en aguas llenas de carroña.

Pausa.

Hölderlin.
Hölderlin, ¿hay alguien ahí?
La carta.

Busca en el bolsillo de su chaqueta.

Debo haberla perdido.
Un papel.
Un papel y tinta.
Debo escribir.

Sangre desde su boca.

El siglo está pariendo un monstruo.
Las piernas se abren con violencia
y el sexo se desgarra
hasta la garganta.
La criatura nace
con la boca abierta
y
los dientes violentan el cuerpo que le dio
la vida.

El siglo alumbra su propio horror.
El carro de Faetón.
Todos vamos en él.

Vomita sangre.

Una bandada de caballos precipitados sobre el cielo
cayendo en la página de la tierra
la sombra
del otro lado del horizonte
la noche sobre la cabeza de
Faetón
mi cuerpo muerto sobre las aguas
del río
ya.

El asistente se retira.
En silencio.
WAIBLINGER cierra los ojos.

Hölderlin
yo soy

Pausa.

yo soy
Waiblinger.

Abre los ojos.
Un imperceptible hilo de sangre se desprende del labio.
Bordea el mentón y cae suavemente sobre la falda para precipitarse luego sobre el piso manchado.
El telón realiza, entonces, el mismo recorrido que la sangre.

El padre de los dioses se subió a lo más alto del Olimpo, punto desde el cual so­lía arrojar sus rayos. Rápidamente arrojó uno de éstos contra Faetón con tal suerte que despojó de su vida al necio y ciego conductor de carros.
Lo mismo que cae una estrella, cayó Faetón sobre la Tierra.
Le dieron sepultura y pusieron el siguiente Epitafio: “Aquí yace Faetón, que conducía el carro de su padre el Sol.”
Y todo el Universo hubo de conllevar su pena.
Clymene, su madre, enloquecida, se echó a buscar los restos amados salidos de sus entrañas, y al hallarlos por fin, tirada sobre la tumba, cubierta de lágrimas, noche y día dejaba pasar llamándole monótona, quejumbrosamente.
Cuatro veces se ocultó la Luna.
Y el Sol, inconsolable, renegaba de ser Sol.
El mundo, entonces, se hundió en las tinieblas.


BUENOS AIRES,
ABRIL DE 1995 - ABRIL DE 1997.
[1] Este personaje fue estrenado por Leo Granulles.

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